martes, 25 de diciembre de 2018

CAPITULO 9





Ramon se detuvo al entrar en el granero, para respirar. Le molestaba que su corazón estuviera tan delicado como para no poder dar un simple paseo corto por el jardín. Parpadeó un par de veces intentando acostumbrarse a la semioscuridad del interior. Cuando abrió los ojos de nuevo vio a Pedro y a Paula abrazados. Ella tenía el pelo revuelto, cayendo sobre el jersey de su sobrino, que había levantado una mano en ademán de acariciarla.


Estuvo a punto de ponerse a dar saltos de alegría. Ciertamente no era ninguna celestina. 


Nunca había creído en el matrimonio, y el ejemplo perfecto lo tenía en su hermana, que se había casado con un verdadero canalla que le había hecho la vida imposible. Además, nunca encontró a la mujer adecuada. Pero Pedro y Paula eran un asunto diferente. Pedro era el hijo que nunca había tenido y otro tanto ocurría con ella.


No había mejores personas sobre la faz de la tierra.


Pensó que sería maravilloso que se enamoraran. Y ahora que se le había ocurrido, tenía en mente un par de cosas para provocar que tal cosa sucediera.


Aunque lo primero era dejar que la naturaleza siguiera su curso.


Entonces se dirigió de puntillas hacia una caja de madera y se sentó en la oscuridad sin que advirtieran su presencia.


Pedro le acarició la cabeza a Paula y acto seguido apartó la mano como si se hubiera quemado.


—No, Paula.


—¿No qué? —preguntó.


Pedro le quitó las manos de la cintura y se apartó un poco.


—No necesito tu falso cariño.


—¿Falso? ¿Crees que soy falsa?


—O eres falsa o eres una magnífica actriz —contestó, abriendo la puerta del corral del burro.


El viejo animal levantó los ojos al cielo.


Las esperanzas de Ramon se derrumbaran. 


Hasta Henry se había dado cuenta de que su sobrino se estaba comportando como un estúpido. Se levantó de la caja y se dirigió hacia ellos.


—Espero que el viejo burro te dé una buena coz, Pedro.


Tanto su sobrino como Paula se dieron la vuelta, sorprendidos, con rostros culpables.


—Cuando yo tenía tu edad habría aprovechado la magnífica oportunidad que te acaba de dar Paula revolcándome con ella sobre el heno —observó, deteniéndose ante ellos—. Te habría gustado que lo hiciera, ¿verdad, Paula?


—¡Tío Ramon! —exclamó ella.


—Tío Ramon, creo que te has excedido —dijo su sobrino.


Paula se ruborizó y se volvió. No quería que Pedro Alfonso pudiera ver su cara. Le habría encantado darse un buen revolcón sobre el heno. Eso era cierto. Pero empezaba a detestar las navidades, aunque sólo fuera porque no estaba acostumbrada a determinado tipo de sorpresas. Y lo más sorprendente de todo era su propio comportamiento. Tenía treinta años y ni siquiera sabía quién era. Sólo sabía que deseaba a aquel hombre. No le importaba que no tuviera corazón, ni que no fuera en modo alguno un caballero como su padre. Pero aquel deseo hacía que se sintiera terriblemente mal.


—Creo que esperaré fuera mientras ponéis a Henry en el carruaje —dijo.


La brisa de diciembre era fría. Cuando salió la golpeó con tanta fuerza que deseó volver a entrar de nuevo.


—Vete a casa, Paula Chaves —se dijo a sí misma—. Vete a casa mientras puedas.


Pero su tozudez se lo impidió. Estaba allí para decorar un árbol de Navidad e iba a hacerlo, por grande que fuera la tentación que encarnaba Pedro Alfonso.


—Ya está.


La voz de Pedro la sobresaltó.


—Muy bien, vámonos.


Los tres subieron a la carreta en busca de un buen árbol de navidad. Paula y Pedro se sentaron en lados opuestos, con mucho cuidado de no mirarse. Ramon dirigía el carruaje, manteniendo una curiosa conversación con su burro.


—¿Qué te parece ese par de tortolitos, Henry? En cuanto los vi en el granero supe que había algo entre ellos, y sin embargo se comportan como si se odiaran. La vida es demasiado corta para esas estupideces.


—Las únicas estupideces son los comentarios que estás haciendo —dijo su sobrino.


En circunstancias normales nunca habría dicho algo así a su tío, pero no le parecía nada divertido aquel asunto.


Pedro tiene razón —comentó Paula—. Deberías avergonzarte, tío Ramon.


—De eso nada. El único que debería sentirse avergonzado es Pedro. Cuando yo tenía su edad no habría permitido que un encanto como tú se escapara sin haberle dado unas cuantas vueltas sobre el heno. Ja, ja, ja.


Pedro habría pensado que su abuelo padecía demencia senil de no haberlo conocido tan bien. 


Era un hombre muy lúcido, aunque sus modales se habían deteriorado un tanto.


—Chico, estoy seguro de que me habría divertido —insistió—. ¿Y tú, Henry?


Henry se detuvo en mitad del camino. Miró a Ramon y luego continuó al trote.


—¿Lo veis? Está de acuerdo conmigo. Los animales hablan en Navidad. Y dicen la verdad.


Pedro decidió que aquélla iba a ser una mañana muy larga.



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