martes, 25 de diciembre de 2018
CAPITULO 5
Pedro se levantó con las primeras luces del alba el sábado por la mañana. Medio dormido por la falta de sueño y algo desorientado por la diferencia horaria, se dirigió hacia el dormitorio de su tío Ramon. Abrió la puerta y lo observó.
Estaba tumbado boca arriba, roncando suavemente. Sonrió y volvió cerrar. Su tío había sobrevivido a la noche.
Lo primero que pensaba hacer era reunirse con su médico para que le dijera exactamente cómo se encontraba. Su tío le había dicho la noche anterior que sólo era un pequeño problema, pero quería conocer los hechos.
Lo siguiente que tenía previsto hacer era arreglar todos sus asuntos legales. Morirse no era fácil nunca, pero debía organizarlo todo. Pedro se enorgullecía de ser un experto en aquel aspecto.
Regresó a su habitación y se vistió con la intención de hacer el desayuno para empezar a organizar la vida de su tío. Pero el canto de un gallo hizo que se acercara a la ventana.
En la distancia podía ver el granero, situado en una colina con su aspecto viejo y desconchado que necesitaba una buena limpieza y una mano de pintura. El gallo cantó de nuevo desde lo alto del granero y Pedro se sintió transportado al pasado, a sus doce años, mientras descansaba tumbado sobre el heno mirando a los gallos, que picoteaban granos de maíz. El sol calentaba su espalda.
Los recuerdos lo acompañaron mientras salía de la casa y se dirigía hacia el granero. Olía a heno y a tierra. La puerta del viejo edificio se abrió a regañadientes. La luz del sol se colaba por multitud de rendijas, y en cuanto entró le saludó el burro de Ramon.
—Buenos días, Henry —dijo.
En otra ocasión se habría acercado para acariciarle las orejas. Le gustaba aquel animal, pero aquella mañana tenía otras cosas en mente.
Caminando con rapidez, se dirigió a la escalera que subía al piso superior. Estaba algo vieja, pero seguía siendo firme. Cuando llegó arriba miró a su alrededor. Unas palomas levantaron el vuelo y varios ratones corrieron a esconderse.
De pequeño aquel lugar le parecía misterioso y mágico.
El piso superior tenía un curioso olor dulce.
Desde la enorme abertura de la pared podía ver la casa de su tío a lo lejos. Se tumbó sobre el heno. Estaba tan alto que todo lo que veía parecía pequeño e insignificante a lo lejos, hasta los enormes robles centenarios de la parte delantera de la casa.
Aquel lugar siempre había sido su sitio preferido.
De pequeño imaginaba que el cielo debía ser un lugar así, un sitio alto desde el que las cosas de los mortales parecerían pequeñísimas.
Imaginaba que su madre tenía alas y que flotaba sobre él en algún sitio, mirando hacia abajo y sonriendo. De repente pensó que su tío Ramiro ascendería también a algún lugar y ganaría sus alas para sobrevolar la tierra riendo y gritando de placer.
La visión duró sólo un segundo. Recobró la cordura y se dijo:
—No seas idiota.
Habló en alto, como para volver a la realidad.
Aquel lugar tenía mucho poder sobre él.
Estaba incorporándose para marcharse de allí cuando vio un viejo coche que se dirigía hacia la casa. Era Paula Chaves. Se preguntó qué pretendería ahora. El día anterior le había dejado perfectamente claro lo que pensaba.
La observó mientras salía del vehículo y se dirigía hacia la casa. Caminaba con elegancia, moviendo las caderas, y el sol de la mañana hacía que su pelo brillara. Sintió una punzada en el estómago y la boca se le quedó seca. Durante unos minutos retrocedió a los veintinueve años, a cierto día en que vio a Susana Cramer cruzando la calle, con el sol de la mañana iluminando su cabello rubio y su tersa piel.
Entonces aún era un idealista, cuya reputación iba aumentando en el mundo jurídico de Seattle. Susana era la mujer más atractiva que había conocido y se enamoró perdidamente de ella.
Pero descubrió demasiado tarde que su inocencia sólo era una fachada falsa. Trabajaba como informadora para la oficina del fiscal, y sólo pretendía sonsacarle todo lo que pudiera sobre el caso del Estado contra Matkins.
Se aclaró la garganta y se miró las manos. Las tenía llenas de heno. Se las limpió y decidió tomarse unos minutos más para tranquilizarse.
Después se levantó y salió. Paula Chaves tenía un aspecto demasiado inocente, con su dulce sonrisa y su atractiva figura. Se trataba de una mujer peligrosa, y no podía permitir que estuviera a solas con su tío.
Avanzó por el jardín hasta llegar a la casa. Paula estaba en la cocina. Se había puesto un delantal alrededor de su fina cintura y tenía metidas las manos en un bol lleno de masa. Al parecer no lo oyó, porque siguió canturreando un villancico mientras seguía preparando la masa.
—¿Siempre apareces en las casas de la gente sin que te inviten?
Al escuchar su voz ella se sobresaltó y se dio la vuelta, ruborizada. Se llevó una mano a la mejilla y dijo, sonriendo:
—Me has asustado.
Aquella sonrisa le habría parecido encantadora de no haber sido porque creía que era calculada. Desde lo sucedido con Susana había visto aquella sonrisa montones de veces en mujeres de las que ni siquiera recordaba el nombre. Y todas ellas eran unas perfectas brujas.
—No te he oído entrar, Pedro.
Cuando escuchó su nombre pensó que resultaba evidente que había cambiado de táctica.
—Aún no has contestado a mi pregunta.
Ella se ruborizó aún más, pero su sonrisa permaneció inalterable.
—¿Es esto algún tipo de examen?
—No suelo dejar que cambien de tema tan fácilmente.
—Muy bien. Tengo una llave —explicó, levantando la barbilla unos segundos—. Cuando quiero dar una sorpresa al tío Ramon entro sin avisar. Esta mañana pensé que podía prepararle un buen desayuno casero.
—Desde luego, es cierto que a un hombre se le conquista por el estómago, ¿verdad?
Los azules ojos de Paula brillaron como dos brasas. Se limpió las manos en un paño de cocina y se plantó ante él, que estaba apoyado en el marco de la puerta, con toda naturalidad.
Mientras se aproximaba, Pedro observó que llevaba un poco de masa en la mejilla. Siete años atrás se habría inclinado para limpiársela, pero ahora se mantuvo recto, intentando resistirse al maravilloso olor de las magdalenas que estaba preparando y al aroma a madreselva que no procedía de la comida, sino probablemente de algún gel de baño que se había puesto. Al pensarlo vaciló, pero en seguida recobró la compostura.
Paula Chaves se aproximó tanto que podía ver una fina capa de sudor que se había acumulado sobre su labio superior. Era lógico, teniendo en cuenta que hacía mucho calor, porque el horno estaba encendido. Pedro no supo por qué, pero aquel sudor lo desconcertó.
Mientras intentaba pensar en lo que podía decir, Paula se le adelantó:
—Me caes bien, Pedro.
—Guarda tus cumplidos para una audiencia más receptiva.
—Al parecer no comprendes lo que significa la amistad.
—No intentes tomarme el pelo. Sufrirás una decepción.
Ella abrió la boca para contestar, pero no lo hizo.
Hasta Pedro notó que intentaba controlarse.
—No he venido esta mañana para discutir contigo.
Lo miró con expectación, pero él no estaba dispuesto a facilitarle las cosas. Su expresión no cambio un ápice mientras la observaba con la misma mirada que le había ganado el apelativo de «halcón» en los tribunales. Pero Paula resistió su mirada. No vaciló ni siquiera una vez.
—He venido a disculparme —dijo ella.
—Disculpa aceptada.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario