martes, 25 de diciembre de 2018
CAPITULO 8
Pedro notó la expresión de su tío. Sólo esperaba tener el suficiente control de sí mismo como para sobrevivir a aquel desayuno. Después se las arreglaría de algún modo para que Paula Chaves se marchara y no volviera a aparecer. Era tan peligrosa para él como para su tío.
—¿Quieres magdalenas, Pedro? —preguntó ella, ofreciéndoselas con una sonrisa.
Cogió tres del plato, con un movimiento tan brusco que pareció robarlas. Le dio las gracias y continuó en silencio. No le importaba lo que pensara. Ya lo había llamado canalla y era posible que añadiera a la lista algún adjetivo como antisocial o bárbaro. De hecho, lo deseaba. Iba a necesitar toda la ayuda posible para mantenerse alejado de ella.
Paula y su tío Ramon estaban charlando animadamente. Sus voces sonaban como música.
—Pedrito. ¡Pedrito!
La voz de Ramon llamó su atención. Tanto él como Paula lo estaban mirando.
—¿Has dicho algo, tío?
—He dicho que Paula va a venir para ayudarnos con el árbol de Navidad. ¿No te parece maravilloso?
—Es una oferta muy amable, Paula, pero podemos arreglárnoslas sin ti —comentó con toda educación.
Sin embargo, lo que realmente quería hacer era levantarse, cogerla por los hombros y decirle que se marchara antes de que los dos se quemaran por jugar con fuego.
—Hace seis años que ayudo al tío Ramon con su árbol de Navidad. Se sentiría muy decepcionado si no lo hiciera también éste.
Ramon se levantó y miró a su sobrino.
—Ahora id los dos al granero y poned a Henry en el carro mientras yo voy a buscar un jersey.
—Tío Ramon, no creo que debas…
Pero Ramon se marchó de la cocina antes de que Pedro pudiera terminar la frase. Y se marchó riendo.
Paula se levantó y empezó a limpiar los platos.
—Si no quieres ir lo comprendo, Pedro. Debes estar cansado después del viaje.
—Sólo estoy cansado de tener que vérmelas con un hombre tan obstinado como mi tío y una mujer de iguales características. Pero mi tío tiene la excusa de la edad. ¿Tú cuál tienes?
Paula se dio la vuelta para mirarlo, con dos platos en la mano. Estaba tan nerviosa que quiso arrojarlos al suelo, pero gracias a su madre tenía modales. Pero su madre también había intentado enseñarle algo acerca de los hombres, y al parecer había fracasado. Sus padres habían tenido un matrimonio magnífico y duradero.
—Cásate con un hombre como tu padre, Paula —le había dicho—. Un buen hombre como Guillermo nunca te abandonará. Recuérdalo.
A pesar de querer arrojar aquellos platos al suelo, podía sentir el irresistible atractivo de Pedro Alfonso. Miró sus labios, que tan crueles y exquisitamente dulces podían llegar a ser, y apretó los platos con tanta fuerza que la sangre desapareció de sus manos. Necesitaba toda la ayuda del mundo para tratar con aquel hombre.
—El cariño es mi excusa —contestó ella al fin—. Quiero mucho a tu tío, Pedro.
Pedro notó que se hundía ante la dignidad de Paula. Se preguntó si era posible que fuese tan inocente como fingía ser, si era posible que el instinto que tan buenos resultados le daba en Seattle no sirviera de nada en Missisipi.
—La mayor parte de las personas pasa la Navidad con su propia familia —comentó él, moderando el tono.
—Yo no tengo familia.
Lo dijo de tal forma que Pedro quiso acercarse y abrazarla. Aquella sensación era tan extraña para él como si se hubiera puesto un abrigo tres tallas más pequeño del que usaba. Y resultaba igualmente incómoda.
—Pero la tuve —continuó ella—. Era una familia maravillosa. Mi madre murió en un accidente de coche cuando yo tenía veintitrés años, y mi padre poco tiempo después. Su condición física se malogró hasta el punto de que no dejaba de ponerse enfermo, y una neumonía acabó con él.
—Lo siento.
Paula lo miró. Realmente lo había dicho en serio. Probablemente era la primera cosa sincera que había dicho desde que se conocieron.
—Eh —dijo ella, intentando dejar de pensar en el tema—. ¿Qué hacemos? Se supone que deberíamos estar preparando el carruaje. Vamos.
Una vez más Pedro se descubrió corriendo hacia el granero con el ímpetu de un quinceañero. Pero esta vez iba cogido de la mano de una mujer que había puesto patas arriba todo su mundo. Quería pegarle un buen puñetazo a una pared y burlarse del destino, pero también deseaba abrazarla y dejarse llevar por su dulzura. En su estado mental, el granero lleno de heno era un lugar muy peligroso.
Paula le soltó la mano para abrir la puerta. Henry rebuznó a modo de saludo.
Cuando Pedro llegó, vio que Paula estaba acariciando al animal.
—¿Qué tal estás, viejo? ¿Me has echado de menos? —preguntaba—. Mira qué aspecto tienes. Estás gordo. Te estás convirtiendo en un cerdo.
—A Henry no le suelen gustar los desconocidos —dijo Pedro.
—No soy ninguna desconocida para él —comentó Paula.
Su sonrisa era tan atrayente como una caja de bombones. El sol entraba por las rendijas del edificio, iluminándola. Entonces escucharon un sonido arriba y unas pajitas de heno cayeron al primer piso.
Pedro apretó la mano sobre la rienda. Su corazón y su cabeza parecían estar en guerra, y no sabía quién iba a ganar. Dio un paso hacia Paula, sintiéndose atraído como si los ataran cuerdas invisibles.
—Al parecer tienes a mi tío y a su burro bajo el mismo hechizo.
—¿Me estás acusando de ser una bruja? —preguntó, aún sonriendo.
Sin embargo, su corazón latía tan deprisa que pensó que él podía oírlo. Su aspecto era impresionante. No tenía idea de lo que iba a hacer. Si la besaba de nuevo, sabía que se dejaría llevar.
Levantó la mirada hacia el piso superior. Podía oler la fragancia del heno, casi sentir su textura blanda bajo la espalda. Cuando miró de nuevo a Pedro, sus ojos brillaban.
—No tienes de qué preocuparte, Paula. Hace tiempo que he abandonado la idea de revolcarme contigo en el heno.
Ella se ruborizó. Había leído sus pensamientos.
—No estaba preocupada —susurró ella, con nerviosismo.
Pedro estuvo a punto de dejar caer las riendas.
Estaba a punto de ceder, aunque ella no lo supiera. Su olor a madreselva, mezclado con los olores del granero, asaltaba sus sentidos. Y su cuerpo era una dulce tentación.
Pero sólo era una mujer. Intentó repetírselo, aunque no sirviera de nada. Paula Chaves le hacía creer que era especial. Conseguía que creyera en cosas como el amor, la verdad y la delicadeza.
Sin embargo, sabía que la realidad no era así.
Había visto todas las cosas terribles que podían hacer las personas, y en cierto sentido también las había experimentado.
—¿Estás segura de que no te sientes decepcionada, Paula? —preguntó, mirándola con fiereza.
Ella se estremeció. Pedro pensó que iba a abofetearlo y durante unos segundos permaneció expectante. Aquella bofetada demostraría que Paula Chaves sólo era otra farsante.
Pero cuando su mano entró en contacto con su cara no fue una bofetada lo que recibió, sino una caricia tan suave como las alas de un ángel.
—Oh, Pedro… debes estar muy dolido.
—¿Dolido?
Pedro se apoyó en la puerta del establo y se metió una mano en el bolsillo. Había perdido el control de sí mismo al sentir su contacto, pero no permitiría que volviera a ocurrir.
—Sí, y te comprendo —contestó ella, acariciándole la mejilla—. Tu tío Ramon me contó lo de la leyenda de los conejos, y que los había oído cantar —añadió, abrazándose a su cintura—. Lo siento mucho, Pedro. Lo siento.
Entonces apoyó la cabeza en su pecho.
El corazón de Pedro comenzó a latir con fuerza.
Obviamente Paula era una especialista en sortilegios, y él estaba peligrosamente cerca de caer bajo su hechizo.
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