martes, 25 de diciembre de 2018

CAPITULO 2




—Te toca mover, tío Ramon.


Estaban jugando a las damas. Ramon movió una de las fichas, comiéndose dos de las de Paula Chaves.


—Vaya, vaya —dijo, dándose un golpecito en la rodilla—. Te estoy pegando una verdadera paliza.


—Siempre lo haces. Pero uno de estos días te ganaré. Espera y verás.


Paula se comió la ficha de Ramon Blake, pensando en lo mucho que le gustaban aquellas partidas con él. En realidad no era su tío. Lo había conocido seis años antes, cuando estuvo trabajando en el centro de la tercera edad en un programa educativo. En poco tiempo se hicieron amigos y empezaron a jugar a las damas.


Miró su reloj y dijo:
—¿A qué hora dijiste que iba a llegar tu sobrino?


—Se suponía que a las cinco en punto, pero nunca se sabe con los aviones.


—¿Estás seguro de que no quieres que te lleve al aeropuerto para ir a buscarlo? Me encantaría acompañarte. Aunque si no te apetece ir, puedo ir yo sola.


—No, quédate aquí y termina la partida. Alquilará un coche. Además, quiero darle una sorpresa.


—Espero que le gusten las sorpresas.


Paula movió ficha, pero no estaba concentrada en el juego, sino pensando en su sobrino. Si se parecía en algo a su tío, le encantaría. Le gustaba mucho conocer gente, y estaba ansiosa por verlo.


El enorme coche entró en el vado en el preciso momento en que terminaban la partida. Ramon se cubrió los ojos con la palma de la mano para poder ver contra el sol que entraba por la ventana.


—Seguro que es él. Siempre le encantaron los coches caros. Habrá alquilado el coche más grande que tuvieran en el aeropuerto.


El Lincoln negro aparcó junto a un roble. Paula observó que del interior del vehículo salía un hombre alto, de pelo oscuro y extraordinariamente atractivo.


De repente deseó haberse puesto ropa más interesante. Aún llevaba la falda de lana y el jersey que se había puesto para ir al colegio. 


Aunque por otra parte, si se hubiera vestido de manera especial habría sacado una conclusión errónea de ella. Habría pensado que intentaba impresionarlo. No es que tuviera nada en contra de los hombres. Muy al contrario. Siempre había creído que había un príncipe azul esperándola en alguna parte, un hombre generoso, cariñoso y apasionado, como su padre. Pero no comprendía por qué tardaba tanto en encontrarlo.


Se inclinó hacia delante en su silla mientras Pedro Alfonso caminaba hacia el porche delantero. Probablemente era el hombre más atractivo que había visto nunca, de anchos hombros, delgado y con un andar elegante como el de un atleta. Aunque no era ningún atleta. 


Ramon le había explicado que era uno de los mejores abogados criminalistas de Seattle.


Se arregló un poco el pelo. La cinta elástica que se había puesto no le había servido de mucho, puesto que varias mechas se habían salido. 


Nuevamente, deseó haberse peinado convenientemente. Pero ya era demasiado tarde. Pedro estaba subiendo las escaleras que conducían a la entrada.


Daría la imagen de lo que era. Una profesora de colegio de treinta años, soltera y de cierto buen ver.


Paula lo observó a través de la ventana. Pedro Alfonso se detuvo en el porche y miró a su alrededor. Supuso que en aquel momento estaba sintiendo lo mismo que ella sentía cuando iba a la granja del tío Ramon. Una intensa sensación de paz y de tranquilidad al contemplar el precioso paraje cubierto de árboles.


—Paula, ¿por qué no vas a la puerta a abrir? —preguntó Ramon.


—¿Estás seguro? No lo conozco de nada.


—Ni yo. Han pasado cuatro años desde que se marchó.


Súbitamente tuvo deseos de abrazarlo. Se preguntó cómo era posible que su sobrino hubiera estado tanto tiempo sin ir a visitar a alguien tan adorable como Ramon Blake. Apretó los labios y se dijo que no debía juzgar. Su madre siempre le decía que no juzgara a la gente antes de conocerla y ponerse en su lugar.


Cuando abrió la puerta, había recuperado la sonrisa.


—Hola, tú debes ser Pedro Alfonso.


Debía concederle el beneficio de la duda. 


Cuando la vio no parpadeó siquiera, a pesar de que era una completa desconocida para él.


—Y tú eres…


—Paula Chaves, una amiga de tu tío —dijo, abriendo del todo la puerta—. ¿No quieres entrar?


—Entra, hombre —exclamó Ramon—, y deja que te eche un vistazo.


Cogió las gafas que tenía sobre la mesa que había junto a su silla y se las puso. Después observó a su sobrino desde todos los ángulos posibles con sus ojos azules. A su pesar se le llenaron de lágrimas.


—Mira lo que te ha pasado viviendo en esa gran ciudad. Te han salido canas. En un hombre de tu edad… Deberías avergonzarte. A mí no me salió ninguna cana hasta los sesenta.


Pedro sonrió y se acercó a su tío para abrazarlo.


—¿Qué tal estás, tío Ramon?


—Bueno, me sentía mejor a los setenta, pero ochenta tampoco están mal cuando te acostumbras. Sin embargo, preferiría tener tu edad. Cuando tenía treinta y seis años todas las mujeres estaban locas por mí.


—Observo que tu estado no ha afectado a tu buen humor.


—En absoluto. No tengo tiempo para compadecerme —dijo, haciendo un gesto hacia el sofá—. Siéntate, Pedrito. Y tú también, Paula. Quiero que os conozcáis un poco mejor.


La sonrisa de Pedro Alfonso desapareció en cuanto miró a Paula. Se puso tan serio que ella pensó que podría haber sido a sus ojos un simple pastel o cualquier otra cosa. Su presencia la incomodaba. Siempre había pensado que podía enfrentarse a cualquier persona, incluso a un abogado criminalista que conducía un enorme Lincoln negro. Pero había algo en aquel hombre que la hacía estremecerse.


—En realidad debería marcharme —se excusó Paula, mirando a Ramon.


—Ha sido muy amable de tu parte que te quedaras con mi tío hasta que yo llegase —comentó Pedro Alfonso.


—¡Siéntate conmigo y cierra la boca, chico! Te comportas como una olla exprés a punto de estallar. Paula no se ha quedado conmigo para cuidarme. Estábamos jugando a las damas. Y le he pegado una verdadera paliza.


Paula rió y Pedro miró a su tío, preguntándose qué ocurría allí. Su tío no parecía estar enfermo. 


Después observó a Paula Chaves tal y como hacía en los juzgados con los abogados de la parte opuesta. Siempre convenía conocer a los adversarios. No tardaría mucho tiempo en saber a qué estaba jugando.


—Sentaos junto a mí los dos —continuó Ramon—. Me estáis mareando, ahí de pie.


Paula se sentó en un extremo del sofá y Pedro hizo lo mismo en el extremo más alejado de ella. Era el mismo viejo sofá que había tenido durante treinta años, hasta el punto de que las rosas rojas habían desteñido. Y lo mismo podía decirse de los cojines. Durante un instante Pedro se sintió un poco nostálgico, como si aún tuviera ocho años. El norte de Missisipi, muy rural, siempre lo había atraído. 


Hasta entonces pensaba que los años que había pasado en Seattle serían suficientes para librarse de la carga emocional heredada de su niñez. Pero debía tener cuidado. Tenía demasiadas cosas que hacer como para dejar que las emociones se interpusieran en su camino.


—Bueno, mucho mejor —dijo Ramon, levantándose del sillón—. Voy a buscar unas galletas.


—Yo te ayudaré —dijo Paula, levantándose al tiempo.


—Quédate ahí, jovencita, y dale un poco de conversación a mi sobrino. Cuando sea tan viejo como para no poder ir a buscar unas pastas caseras a la cocina, podrás enterrarme.


Paula y Pedro lo observaron mientras desaparecía.


Entonces, Pedro clavó sus ojos negros en ella. 


Era una mujer muy atractiva y fresca. Justo el tipo de mujer del que desconfiaba.


—No te quedes aquí sólo por mí.


Paula entrecruzó los dedos y sus mejillas adquirieron un poco más de color.


—No sé a qué clase de mundo estás acostumbrado en Seattle, pero aquí en Túpelo tenemos buenos modales. Y no me gusta que intenten echarme.


—No intentaba echarte —dijo él divertido.


Aquella mujer tenía carácter.


—Sí que lo intentas. Y ni siquiera es tu casa.


—Eso es cierto. Pertenece a un hombre viejo y vulnerable.


—Espero que el tío Ramon no te oiga decir eso.


—¿El tío Ramon?


—Así es como lo llamo.


—¿Por qué?


—Porque me gusta, por eso. Señor Blake suena demasiado formal teniendo en cuenta que somos buenos amigos.


Pedro la miró. Tenía los ojos de color azul, aunque no lo había notado antes.


—¿Muy buenos amigos?


Ella se ruborizó.


—Si estás insinuando que…


—¿Qué quieres que piense? Una mujer soltera, porque supongo que lo estás… ¿O es que vuestro juego incluye a otra persona?




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