martes, 25 de diciembre de 2018

CAPITULO 1




—Pedrito, tienes que irte a casa.


Pedro Alfonso no contestó de inmediato. 


Mantuvo el auricular en la mano y miró el montón de archivos que se acumulaban en su escritorio. Todos eran delitos, y todos estaban esperando que pudiera ocuparse de ellos. 


Después, miró por la ventana. Tenía una buena vista de Seattle. La ciudad estaba preciosa con los ornamentos coloridos y brillantes que habían colocado para preparar las fiestas. No tenía tiempo para disfrutar de ellas, ni compartía el afán consumista que devoraba a la gente durante las navidades.


—Tío Ramon, sabes que no puedo ir a casa. Ya te lo he explicado. Estoy preparando un juicio muy importante.


Intentó ser paciente. A fin de cuentas su tío Ramon tenía ochenta años de edad y era el único familiar que tenía.


—Tonterías. Un joven como tú, atractivo, listo, y que se está haciendo rico, puede hacer lo que quiera.


—Sabes de sobra que me encantaría verte.


—No, no es cierto. Si desearas tanto verme, haría tiempo que habrías venido a visitarme a Misisipi.


Pedro se sintió un poco culpable. No tenía abandonado a su tío. Bien al contrario, lo llamaba dos veces por semana y su secretaria siempre se encargaba de buscar regalos de Navidad o de cumpleaños para enviárselos. Por otra parte, la persona que vivía en su granja iba a verlo de vez en cuando, y tenía los números de teléfono de su despacho y de su casa.


—Te llamaré en Navidad, tío Ramon, y nos veremos. ¿Qué te parece?


—Me parece que un importante y astuto abogado de ciudad está intentando quitarse de encima a su viejo tío. De todos modos, es posible que para Navidad ya sea demasiado tarde.


—¿Demasiado tarde para qué?


—Para mí. Anoche oí que los conejos cantaban, Pedrito.


Pedro se quedó muy quieto. Había dejado de creer hacía mucho tiempo en el discurso sobre el amor, la esperanza y la fe, tan típico de su pequeña localidad de origen, pero nunca había podido olvidar la leyenda de los conejos.


Recordó que cuando tenía ocho años llegó un día a su casa, después de salir del colegio, y encontró su hogar lleno de desconocidos vestidos con unos uniformes que lo asustaban. 


Se quedó en el umbral observando mientras sacaban a su madre cubierta con una sábana blanca.


Su tío Ramon, el hermano de su madre, se lo llevó de allí.


—Ella también los ha oído, hijo. Me llamó anoche. Todo estaba cubierto de nieve, y dijo que estuvieron cantando en el jardín delantero.


El día que se llevaron a su madre estaba demasiado asustado como para preguntar nada. Se agarró a las piernas de su tío, mirando la cama vacía de su madre.


—Pedrito, los conejos saben cuándo va a morir alguien —le explicó entonces—. Y cuando llega el momento, van a la casa de la persona que va a morir para despedirse de ella. Es una especie de don que han dado a esas encantadoras criaturas, una voz para usar en una sola ocasión. Nunca oirás que canten a menos que alguien vaya a morir —añadió, abrazándolo—. Todo irá bien, Pedrito. Yo cuidaré de ti.


Pedro apretó con fuerza el auricular, recordando. 


Se había marchado a vivir con su tío, que le enseñó a jugar al fútbol, le echaba una mano con las matemáticas y le sonaba la nariz cuando estaba acatarrado. Estuvo siempre con él, incluso cuando terminó la carrera de derecho en la facultad de Vanderbilt. Y ahora había llegado su turno.


—De acuerdo, tío Ramon, iré a casa. No te preocupes. Yo me ocuparé de todo.


—Sabía que lo harías, Pedrito. Lo sabía.




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