martes, 25 de diciembre de 2018
CAPITULO 14
Henry empezó a rebuznar a las nueve en punto del sábado por la noche. Pedro y Ramon estaban sentados jugando a las damas cuando empezó su concierto.
—¿Qué le ocurre a Henry? —preguntó Pedro.
—Probablemente va a llover. Sabes que siempre rebuzna así antes de una buena tormenta.
—El hombre del tiempo no dijo nada.
—Bah, ¿qué saben ellos? Henry puede predecir mejor el tiempo —dijo con ironía, sonriendo—. No estás prestando atención al juego esta noche, Pedrito. Paula te pegaría una buena paliza.
—Eso es lo mismo que dijiste con respecto a la envoltura de mi regalo.
—Debiste haberla llamado para que lo hiciera, como te dije. Le habría puesto un bonito lazo. Claro que Paula lo hace todo bien. Y es inteligente. ¿No te he contado que ganó un premio como profesora?
—Es la tercera vez que me lo cuentas. Estás tentando a tu suerte, tío Ramon.
Henry cada vez rebuznaba más fuerte.
—¿Qué demonios le ocurre a ese burro?
—Supongo que está enfadado porque dijiste que no podía ir con Paula. Paula le cae bien.
Pedro no le dijo a su tío lo bien que le caía a él.
Estaba a punto de enamorarse, y no quería arriesgarse, puesto que el matrimonio no entraba en sus planes. No quiso decirle nada, porque no quería darle falsas esperanzas.
De repente se levantó.
—Voy al granero a ver qué le pasa.
—No creo que consigas tranquilizarlo —dijo su tío, sonriendo.
Quince minutos más tarde, regresó.
—Parece que se ha vuelto loco —dijo Pedro, empezando a pasear por la habitación—. Está coceando la valla de su corral. Nunca lo había visto así.
—¿Por qué no lo has calmado, Pedro?
—No ha dejado que me acerque a él.
—Llamaré a Paula. Ella lo tranquilizará.
—Es mi problema y yo me ocuparé. Se está haciendo tarde. Vete a la cama. Si Henry sigue así llamaré al veterinario. Puede que le duela el estómago.
Apenas salió de la casa, Ramon cogió el teléfono. No tuvo que mirar el listín; recordaba de memoria el número de Paula.
Paula estaba a punto de irse a la cama cuando sonó el teléfono. Y en cuanto oyó la voz de Ramon se asustó.
—¿Ocurre algo?
—No, todo estará bien cuando vengas.
—¿Estás enfermo?
—No, en absoluto. Pero me sentiré incluso mejor que ahora cuando llegues.
Paula miró el reloj. Eran las nueve y media. En circunstancias normales no habría dudado, pero no deseaba presentarse allí en plena noche con Pedro cerca.
—¿Dónde está Pedro?
—En el granero.
—¿A estas horas?
—Paula, te necesito aquí de inmediato. Henry se ha vuelto loco y Pedro no consigue calmarlo.
—Tío Ramon, sabes que siempre hago todo lo posible por ayudarte, pero Pedro es perfectamente capaz de ocuparse de ello.
—Vaya, al parecer ya no me quieres nada.
Paula rió.
—Eso es chantaje emocional.
—Si no vienes es posible que me ponga realmente enfermo. Puede que hasta deje de comer.
No sabía qué hacer. Ramon era demasiado inteligente como para dejar de comer así como así. Por otra parte, no quería correr riesgos. Y encontrarse de nuevo con Pedro era un riesgo terrible.
—Muy bien, iré.
Incluso al colgar el teléfono supo que la razón por la que había accedido no era sólo el posible estado de salud de Ramon. Pedro Alfonso era el motivo principal. Necesitaba verlo. Nunca había soñado que el amor pudiera ser así. No imaginaba que se pudiera desear tanto ver a la persona amada, aunque sólo fuera durante el corto espacio de unos minutos, y aunque aquel amor no fuera recíproco.
Tardó veinte minutos en llegar a la granja.
Ramon estaba esperándola.
—¿Qué ocurre con Henry? —preguntó, sentándose a su lado.
—Cebollas.
—¿Cebollas?
—Ya sabes lo mucho que las odia. Até un montón de cebollas en la valla de su corral, y desde entonces no ha dejado de rebuznar.
—¡Tío Ramon! ¿Por qué has hecho eso? —preguntó, aunque conocía la respuesta.
Obviamente estaba desempeñando el papel de celestina.
—Quiero tener nietos, y al darme cuenta del modo en que os miráis Pedro y tú he pensado que podía hacer algo para que estuvierais juntos.
—Oh, tío Ramon… Pedro no me quiere. De hecho, ni siquiera creo que le guste. Al parecer está enamorado de una mujer de Seattle.
La voz se le quebró. Sabía que no debía hablar sobre él. No era el lugar adecuado, y ni siquiera tenía derecho a hacerlo.
—¿Y tú? ¿Estás enamorada de él?
La pregunta la sorprendió. Pedro iba a regresar a Seattle y ella se quedaría allí, trabajando en lo de siempre, con el corazón roto y soltera. No tenía sentido dar pie a falsas esperanzas, pero no sabía mentir.
—Sí, lo amo.
—No hay ninguna otra mujer, Paula. Deja que te cuente una pequeña historia…
El tío Ramon tardó diez minutos en contarle la historia de los padres de Pedro, y los años que este había pasado encargándose de los casos de divorcio en los tribunales, hasta conseguir tener aversión a cualquier compromiso. Blake era un hombre muy inteligente. Comprendía bien a su sobrino y lo quería mucho. Aquello la emocionó.
Cuando terminó de hablar, Paula permaneció en silencio unos segundos antes de inclinarse y darle un beso en la mejilla.
—¿Por qué no te vas a la cama?
—¿A dónde vas, Paula?
—Al granero. Tengo que domar a dos bestias.
Pedro no la oyó al entrar. Henry hacía demasiado ruido. Había estado intentando tranquilizarlo un buen rato, pero el animal seguía dando coces como si estuviera endemoniado.
—Tranquilo, chico, tranquilo. Nadie va a hacerte ningún daño, Henry. Tranquilízate. Vamos, deja que vea qué es lo que te molesta.
Sin embargo, no podía aproximarse por miedo a sus coces.
—Yo sé qué le molesta.
Pedro se dio la vuelta al oír su voz. Estaba de pie en el oscuro granero, iluminado por un rayo de luna. En cuanto la vio sintió una intensa alegría y tuvo la impresión de que su cuerpo flotaba. Era como estar en el cielo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Me ha llamado tu tío Ramon.
Se miraron fijamente, tensos como dos gladiadores a punto de luchar en la arena. Paula lo amaba tanto que quería arrojarse en sus brazos, pero debía comportarse con cautela. En cuanto a él, tuvo que meterse las manos en los bolsillos para no tocarla.
Los rebuznos de Henry los devolvieron a la realidad. Paula rozó a Pedro al pasar, dejando aquella fragancia a su paso. Cuando vio que estaba dispuesta a entrar en el corral, la cogió por los hombros y dijo:
—No puedes entrar ahí. Te golpeará.
—Tengo que quitar esas cebollas para que se tranquilice.
—¿De qué estás hablando?
—Ramon las ha puesto ahí para que se enfade.
—Maldita sea, debí haberlo sospechado. ¿Sabes dónde están?
—En ese clavo que hay al fondo.
Pedro la soltó y entró en el corral. Paula tuvo miedo de que Henry lo coceara. De repente ya no le importaba que le hubiera hecho un regalo a otra mujer, ni que estuviera comprometido, ni que tuviera intención de regresar a Seattle.
Quería decirle lo que sentía por él.
—Pedro, espera… Ten cuidado. No podría soportar que algo te sucediese.
Pedro se quedó sin habla. Nunca lo habían hecho sentirse tan especial. Nunca había sentido que la preocupación de una mujer le llegara tan hondo. Deseaba permanecer allí para siempre, sintiendo sus manos en las mejillas.
Deseaba que desapareciera todo el mundo y que no existiera nada más que Paula y aquel cálido y maravilloso granero lleno de olores atrayentes, cubierto por una capa de heno de infinitas posibilidades. A pesar de su instinto, había dejado que aquella mujer entrara de lleno en su corazón.
Tuvo miedo. Podía enfrentarse a cualquier caso en Seattle, pero no sabía enfrentarse al amor.
—Henry no me hará nada —dijo con brusquedad—. Tranquilízate, Henry. Voy a quitar las cebollas.
Pedro no supo nunca si el burro lo comprendió o si se tranquilizó ante su tono imperativo. En cualquier caso, permaneció muy quieto mientras quitaba las cebollas y las sacaba fuera. En el frío de la noche, pensó en marcharse a la casa y dejar sola a Paula. Habría sido una salida muy fácil, y tal vez sabia. Enamorarse no formaba parte de sus planes. Y no sabía qué hacer con el amor que sentía.
Miró las estrellas como si la respuesta estuviera en el cielo. Pero no vio nada salvo una oscuridad inmensa y un montón de luces brillantes. La puerta del granero se abrió a su espalda y de inmediato sintió su irresistible presencia. Nunca había retrocedido ante un reto, de modo que volvió al viejo edificio.
Paula estaba acariciando al animal, y hablándole con voz melodiosa. Sintió que todo su cuerpo se ponía en tensión e imaginó que le hablaba a él con idéntico tono. La visión era tan real que gimió.
—¿Pedro? —preguntó ella, dándose la vuelta.
Durante un instante permaneció sin hacer nada, mirándolo y sonriendo con una cara tan radiante como la de un ángel. Pero entonces salió corriendo. Pedro la detuvo de inmediato y la abrazó.
—Oh, Pedro, creo que me habría muerto si Henry te hubiera hecho algo —dijo, mirándolo.
Pedro agarró su pequeña cintura con más fuerza. Quería creer en lo que estaba oyendo, pero no podía.
—No tenías que preocuparte.
—¿Es que no te das cuenta de lo que ocurre? ¿Es que no lo ves? —preguntó, acariciándole la mejilla—. Te amo, Pedro. No quería decírtelo, sobre todo sabiendo lo que sientes por mí, pero…
—No sabes lo que siento por ti —dijo él con voz profunda y sensual.
Pedro no creía que pudiera enamorarse de nuevo, pero había sucedido. Tal vez sólo creyera en lo que había dicho porque necesitaba creerlo.
Tal vez la pasión había conseguido que perdiera toda perspectiva.
En cualquier caso le resultaba casi imposible no rendirse, no cogerla en brazos y tenderla sobre el heno. Pero aunque consiguiera controlar su corazón y su cuerpo, aún no podía dominar su mente.
La observó, esperanzado. Habría sido fácil dejarse llevar y olvidarse del mundo real.
—No espero nada de ti, Pedro. No es necesario que digas algo que no sientas, pero quiero ser sincera contigo. Te amo. No quería que esto ocurriese, pero ha sucedido —confesó, inclinándose tanto que pudo sentir su aliento en la mejilla—. Te amo.
—Demuéstralo —dijo él, sintiéndose culpable.
—Ven.
Entonces lo cogió de la mano y se lo llevó hacia el heno.
—¿A dónde vamos? —preguntó él.
Quería oír las palabras. Quería estar absolutamente seguro de que sabía lo que estaba haciendo.
—Arriba. Te amo, Pedro, y quiero darte el mejor regalo que tengo, yo misma.
Una pajita de heno cayó sobre su jersey rosa.
Pedro pensó que aquello sólo era una trampa, pero su cuerpo ya no respondía. Tal vez fuera pasión o curiosidad, pero tenía que ver hasta dónde era capaz de llegar el regalo de Paula. La siguió escaleras arriba y la cogió por la cintura para ayudarla a subir.
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