martes, 25 de diciembre de 2018

CAPITULO 12




Paula estaba inclinada sobre la caja donde estaban los adornos cuando entró. Durante un instante la visión lo distrajo, pero en seguida recobró la calma.


—Pensé que ya habrías terminado.


Ella lo miró y se ruborizó.


—No puedo encontrar la estrella.


—¿Cómo?


—Sé que debe estar en alguna parte. Hasta recuerdo que la he visto.


Pedro hizo un esfuerzo para no interesarse por el tema, aunque en realidad le apetecía.


—El árbol tiene muy buen aspecto. No necesitas una estrella.


Era cierto. Con muy pocas cosas había conseguido que el pequeño abeto tuviera un aspecto magnífico, especial.


—Todo árbol de Navidad necesita una estrella.


Empezó a rebuscar en la caja con manos temblorosas. De hecho, lo hacía para mantenerlas ocupadas. Al parecer había estado tumbado sobre el heno otra vez, porque tenía pajitas en los vaqueros. Un montón de imágenes eróticas la asaltaron.


—Paula, mírame —dijo en tono imperativo.


Ella obedeció, pero a regañadientes.


—El árbol está terminado —continuó.


—¿Me estás echando otra vez?


—Llámalo como quieras.


—Pero ¿por qué?


Pedro permaneció en silencio. No tenía intención de darle explicaciones.


—He hecho todo lo posible para llevarme bien contigo —dijo Paula—. Te he pedido disculpas, he traído galletas de chocolate e incluso he preparado el desayuno. Sin contar con que he destinado toda la mañana del sábado a decorar el árbol.


—No malgastes más tu tiempo. Yo cuidaré de mi tío.


—No me importa invertir mi tiempo en esto.


—En ese caso, ¿te parecerían bien quinientos dólares a cambio de lo que has hecho?


—¿Quinientos dólares? —preguntó, a punto de desmayarse—. ¿Crees que puedes comprarme con quinientos dólares?


—¿Es que quieres más?


—¿Pero qué clase de hombre eres? —preguntó, avanzando hacia él con los puños cerrados.


—Un hombre práctico.


Paula estaba rabiosa, pero no se detuvo a pesar de que Pedro se alzaba ante ella con su formidable figura, casi pétrea. Sólo el movimiento de su pecho mientras respiraba denotaba que se encontraba ante un ser vivo.


No se detuvo hasta encontrarse a escasos centímetros de él. Lo miró directamente a los ojos y preguntó:
—¿Cómo te atreves a tratarme así? ¿Cómo te atreves a echarme de la casa del tío Ramon? Ojalá pudiera llevarme todas las galletas que te traje.


—¿Las hiciste para mí?


—No, para tu tío Ramon —corrigió de inmediato.


Estaba perdiendo el control y lo sabía.


—Puedes quedarte con el árbol aunque no tenga estrella, Pedro Alfonso. Me marcho a casa.


—Muy bien.


—Pero volveré.


—Espero que no. ¿Es que no entiendes las advertencias?


—Las amenazas no sirven conmigo.


—Pues te recomiendo que no te enfrentes a mí, Paula. Nunca he perdido hasta ahora.


—No te preocupes, Pedro, no pienso volver por ti, sino por Henry.


—¿Por el burro?


—Todos los años lo llevo al colegio. A los niños les gusta mucho. Buenos días, Pedro Alfonso. Ya volveremos a vernos.


—Por encima de mi cadáver —murmuró él cuando se marchó.


Entró en su coche y desapareció arrancando a toda velocidad. Pedro pensó que nunca había visto tan enfadada a ninguna mujer. Y estaba magnífica.


Se dejó caer sobre la mecedora de su tío, sintiéndose como si un vampiro le hubiera chupado toda la sangre, comiéndose de paso su corazón.


Cuando se enfadaban, algunas mujeres se volvían locas. Algunas se ruborizaban y otras lloraban, pero Paula se ponía preciosa.


Apoyó la cabeza en el respaldo de la mecedora. 


Se había comportado de forma grosera y no le gustaba hacerlo. Pero de otro modo no habría conseguido que se marchara, aunque amenazaba con volver para llevarse a Henry.


Respiró profundamente y cerró los ojos antes de darse cuenta de que olía a tabaco.


Rápidamente se levantó y corrió hacia el dormitorio de su tío. Ramon estaba sentado sobre la cama, tapado con las sábanas y blandiendo un enorme puro.


—Tío Ramon, no deberías fumar.


—Tonterías. Ahora va a resultar que un hombre no puede hacer lo que le apetezca.


Entonces se lo quitó de la boca y se lo dio. Pedro se extrañó de que se rindiera tan fácilmente. Pero caminó hacia él y cogió el puro.


—¿Qué pretendes? —preguntó, apagándolo en un cenicero.


—¿A qué te refieres?


—Tienes expresión culpable.


—No estás en un tribunal, Pedro, sino en mi habitación—. Vamos, vete para que pueda descansar.


—Tío Ramon…


Pedro hizo ademán de marcharse, pero su instinto salió rápidamente en su ayuda. Se inclinó sobre la cama y le quitó la sábana. Como suponía, su tío tenía puestos los zapatos. Y había escondido allí la estrella que Paula estaba buscando.


Cogió la estrella y comentó:
—Ya veo que has estado ocupado, tío Ramon.


—Debía hacer algo. Iba a marcharse antes de que salieras del granero si no lo hacía —rió—. Así que se la robé cuando estaba en la cocina.


—Tío, se supone que deberías estar descansando, no gastando bromitas.


—Gastar bromas es más divertido —dijo, levantándose—. ¿Cómo es que Paula se ha marchado? ¿Habéis vuelto a pelearos?


—Yo nunca me peleo con nadie, tío Ramon. Me limito a decir lo que pienso.


—Hmmm.


Pedro sabía que era mejor cambiar de conversación, pero sentía que le debía una explicación.


—Podría decirse que tenemos ciertos desacuerdos.


—¿Qué clase de desacuerdos?


Antes de contestar, su sobrino pensó en Paula Chaves y en lo mucho que le costaba manejarla. 


Ahora que se había marchado y tenía cierta perspectiva, todo aquello le parecía casi gracioso. Un hombre que, como él, se había hecho famoso por aterrar a sus oponentes, no podía hacer nada en lo relativo a Paula y a su tío. Por muchas cosas que hiciera, sólo lograba que se reafirmaran más en su obstinación.


De repente rió. Su tío no sabía de qué demonios estaba riéndose, pero se unió a él. Y los dos rieron hasta que se les saltaron las lágrimas.


—Me has hecho sentir tan bien que creo que saldré de la habitación. Aunque no me importaría que me explicaras de qué nos estábamos riendo.


—Me reía por Paula Chaves. Cree que puede enfrentarse a mí y ganar.


—¿Ganar qué?


—Ganar a Henry. Quiere llevárselo al colegio donde trabaja.


—¿Y qué le dijiste?


—Voy a decirle que no. No quiero que te preocupes por el animal.


—Si haces tal cosa, Henry se enfadará. Le encanta estar con los chicos en Navidad.


—Oh, venga, los burros no piensan. No sabe que estamos en navidad.


—No digas eso cuando estés cerca de él. Es capaz de vengarse de forma terrible.


—Yo me ocuparé de Henry —dijo con brusquedad—. Ahora voy a la cocina a preparar algo de comer, y después revisaré todos tus documentos legales para asegurarme de que no hay ningún problema. No quiero que te preocupes por nada.


Mientras lo seguía a la cocina la mente de Ramon empezó a trabajar a toda velocidad. Se le había metido en la cabeza que Pedro y Paula podían acabar juntos y estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para que así fuese. Los conejos que habían estado cantando tendrían que buscarse una canción nueva. Además, tal vez no cantaran por él. Tal vez pretendieran cantar a otro vecino y se hubieran equivocado de casa. Y era posible que en realidad no hubieran cantado. En cualquier caso, se estaba haciendo viejo y ya no oía tan bien como antes.


Probablemente sólo habían sido los grillos.


Pedro empezó a preparar unos emparedados, silbando, mientras él descansaba en la silla de la cocina, observándolo y sonriendo. Pedro no solía silbar. La causa de su alegría debía estar en Paula. No había otra explicación.


Se comió todo lo que le puso, obedientemente, mientras urdía su plan. Y cuando después de comer Pedro sugirió que le enseñara sus documentos, puso el plan en marcha.


Pedro, esas cosas me resultan deprimentes. Dejemos a un lado los asuntos legales, de momento. Tengo la impresión cuando pienso en ello que voy a morirme en cualquier instante.


—Lo siento, tío Ramon. No es necesario que lo hagamos esta tarde.


Ramon se alegró. Pedro no sospechaba nada.


—Lo que realmente quiero que hagas es que vayas a hacer unas compras de Navidad por mí. Ya he hecho la lista de personas a las que quiero hacer regalos.


Pedro se mostró de acuerdo, y en cuanto se cambió de ropa se marchó en su coche alquilado.


Ramon caminó entonces hacia el granero, silbando. Henry se acercó y él le acarició las orejas.


—Tenemos mucho de qué hablar, viejo amigo. Y no quiero que me discutas nada.



No hay comentarios:

Publicar un comentario