martes, 25 de diciembre de 2018
CAPITULO 7
Mientras caminaba hacia la encimera, Paula tuvo la impresión de que sus piernas la sostenían por puro milagro. Notaba una intensa debilidad en ellas.
El único sonido que podía escuchar era el que producía el reloj de pared. La cocina estaba tan silenciosa como una iglesia vacía. Se preguntó por qué razón no diría nada Pedro. Le había dado la espalda para seguir trabajando. Y tenía la impresión de haberse metido en un verdadero problema al creer que podía vérselas con él. No se encontraba en su elemento, ni mucho menos.
Ni siquiera sabía por qué estaba allí. Había intentado convencerse de que le debía una disculpa, pero tal vez sólo fuera una excusa.
Cuando lo vio unos minutos antes en la puerta de la cocina su corazón se puso a latir desbocado. Y ahora, mientras se dedicaba a amasar aquello como si le fuera la vida en ello, tenía que hacer un verdadero esfuerzo para no darse la vuelta y besarlo de nuevo.
Había sido un beso espléndido, divino. Lo único que quería hacer era sentarse en un rincón tranquilo, en alguna parte, para analizar los extraños y maravillosos sentimientos que habían recorrido su cuerpo cuando la abrazó. Deseaba saber qué significaba aquello en la vida de Paula Chaves, una profesora de colegio soltera e independiente.
Probablemente, todo era un fraude. Se había pasado toda la vida diciéndose a sí misma que quería un hombre tranquilo, cariñoso y apasionado, como su padre, y sin embargo se había echado en brazos del primer canalla con el que se había cruzado. No le extrañó que aún continuara soltera. Había estado buscando en lugares equivocados. Al parecer debía haber investigado en los despachos de abogados criminalistas malhumorados y cínicos.
Estuvo a punto de gemir en alto.
—¿Vas a pasarte todo el día con esa masa o piensas convertirla en magdalenas en algún momento?
Al escuchar su voz se sobresaltó. Estaba tan perdida en sus propios pensamientos que no había oído que se aproximaba. Se encontraba ante ella, demasiado cerca como para que se sintiera cómoda. Y la suya era una presencia grande y sólida, que la derretía como a un pedazo de mantequilla.
—No me extraña que tengas hambre —dijo, volviendo la cabeza para sonreír.
Pensó que su actitud aparentemente tranquila era un ejemplo más de que habría sido una excelente actriz.
—Un hombre que gasta tantas energías como tú en intentar asustar a una indefensa profesora de colegio debe comer mucho —añadió.
—Yo no diría en ningún caso que encajas en la imagen de una persona indefensa.
Tuvo la impresión de que en su tono de voz había cierta incertidumbre. Tal vez podría sobrevivir a Pedro Alfonso si se alejaba algo de él.
Ella rió.
—Tendré preparadas las magdalenas en un periquete. ¿Por qué no pones la mesa para tres?
Pedro se alarmó al contemplar lo fácilmente que había escapado de su trampa. Susana también lo había conseguido. Sus ojos eran demasiado grandes e inocentes, imposibles de resistir.
Empezó a buscar los platos en los armarios de la cocina. Al menos ahora tenía algo que hacer con las manos, algo que no fuera abrazarla de nuevo y besarla otra vez. Era una mujer increíblemente dulce, que de algún modo había conseguido hundir sus defensas y llegar a lo más profundo de su corazón. Aún notaba cómo corría la sangre por sus venas, salvajemente.
No podía ser sólo ella la causante de aquella reacción. Tenía que ser aquel lugar, la granja de su tío Ramon. O tal vez fuera que su corazón no estaba tan muerto como pensaba. En cualquier caso, era un descubrimiento que lo incomodaba.
Cogió tres platos de porcelana y se dio la vuelta para observar a Paula Chaves. No era atractiva en un sentido clásico. Su boca era demasiado grande, su nariz algo puntiaguda y sus ojos eran unos ojos azules normales y corrientes, bonitos pero no arrebatadores. Y sin embargo resultaba muy atrayente. Había algo cálido en ella, algo que se podía sentir y que seguramente hacía que muchos hombres quisieran acercarse a ella, tocarla y acariciarla.
Rápidamente apartó de su cabeza aquellos pensamientos. Ya no creía en los milagros, y mucho menos en el mito del amor o en la institución del matrimonio. Su padre había abandonado a su madre dos días después de que él naciera. Y por si eso no fuera razón suficiente, estaba su tío Ramon. Aquel sabio y viejo hombre nunca se había casado. Por otra parte, y como abogado, había asistido a cientos de divorcios, algunos de ellos muy desagradables. Su compañero de trabajo estaba especializado en separaciones. El simple hecho de que alguien necesitara de abogados para separarse demostraba que el matrimonio era un fracaso en la mayor parte de los casos.
Paula Chaves podía excitarlo, pero no podría cambiar ni sus ideas ni su corazón. La miró un segundo más antes de poner la mesa.
—Si no lo viera con mis propios ojos, no lo creería —dijo Ramon.
Pedro y Paula lo miraron. Estaba en el umbral. Su pelo canoso le caía sobre la frente mientras sonreía. Ninguno de los dos lo había oído llegar.
—Supongo que debo estar haciendo bien las cosas. Dos de mis personas favoritas están de pie en mi cocina, esperándome —dijo, sentándose y cogiendo un tenedor—. ¿Cuando estará preparado el desayuno? Me muero de hambre.
—Ya está —contestó ella.
Se sintió aliviada. Sirvió las magdalenas calientes y los huevos revueltos al tío Ramon y luego se sentó a su lado.
Pedro se sentó frente a Paula. Se sentía como si hubiera hecho algo malo y tuviera que justificarse.
—Paula ha venido para hacer el desayuno —explicó.
—Eso ya lo veo, Pedrito —dijo Ramon, haciendo un guiño a Paula.
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