martes, 25 de diciembre de 2018

CAPITULO 13




Paula estaba haciendo las compras de Navidad cuando vio que Pedro se encontraba en el mostrador de cosméticos de la tienda de Reed, sin saber muy bien qué hacer. Su primer deseo fue el de esconderse en cualquier lado o salir corriendo.


El simple hecho de mirarlo le recordaba lo sucedido aquella mañana. Y cuando pensaba en el comportamiento de Ramon Blake se ponía más nerviosa aún.


Pero siguió con su compra. No quedaban muchos días hasta Navidad, de modo que elevó la barbilla y cogió las sales de baño que más le agradaban a sus compañeras de trabajo. De vez en cuando miraba a Pedro, que estaba observando los perfumes, oliéndolos como un niño perdido.


Se preguntó por qué razón le gustarían tanto los hombres indefensos, y por qué razón se sentiría tan atraída por un hombre frío y cínico como Pedro Alfonso.


Le dio la espalda y pagó lo que había comprado. 


Pero incluso de espaldas era consciente de su presencia. Su corazón se aceleró y pensó que sus piernas no la sostendrían. No sabía qué podía hacer.


—Feliz Navidad, señorita Chaves —dijo el dependiente.


—Feliz Navidad.


Estaba a punto de salir cuando supo que no podía seguir así. No podía marcharse dejándolo solo. Tal vez fuera una romántica, o una idiota, pero aquel hombre la había hecho sentirse realmente especial en sus brazos, y no podía abandonarlo.


Agarró con fuerza su bolso y se dirigió hacia el mostrador donde se encontraba. Pedro no vio que se aproximaba, estaba demasiado concentrado en su dilema con las colonias. 


Cuando estaba tan cerca de él como para poder contar sus canas, habló.


—Hola, Pedro.


Él se dio la vuelta y sus ojos brillaron, pero su expresión no cambió en nada.


—No esperaba que estuvieras aquí, Paula.


—Ni yo esperaba verte.


La miraba con intensidad, como si se estuviera preguntando si decía la verdad. En silencio, deseó que la creyera.


Y de repente sonrió y su mirada se hizo alegre como la de un chico de diez años.


—Puesto que estamos en territorio neutral, supongo que podemos comportarnos de manera civilizada.


—Es lo menos que podemos hacer —comentó ella, sonriendo y acercándose.


Cuando su brazo frotó el costado de Pedro supo que no había sido una coincidencia. Quería tocarlo. Respiró profundamente esperando que apartara la mano, pero no lo hizo.


Aquello la animó. De repente todo le parecía de color de rosa. Había recobrado el espíritu de la Navidad.


—¿Estás comprando colonia?


—Sí —contestó sonriendo—. Desafortunadamente.


—Tal vez pueda ayudarte. ¿Es para alguien especial?


Él la observó y ella se ruborizó un poco.


—Podría decirse que sí.


—Oh, bien. Si me dices cómo es ella tal vez pueda ayudarte.


Paula sintió que sus fuerzas la abandonaban. No se le había ocurrido pensar hasta entonces que tal vez estuviera comprometido, pero no tenía nada de extraño. Era un hombre muy atractivo y probablemente todas las mujeres de Seattle lo desearan.


—Bueno, a veces es como una tormenta de verano, y otras veces como una violeta, encantadora, delicada y tímida.


Sus miradas se encontraron. Ella casi no podía respirar.


—Debes quererla mucho, Pedro.


Pedro se preguntó qué estaba ocurriendo con él. 


Tal vez se estuviera enamorando de aquella mujer. Pero aquello era imposible. El amor no estaba hecho para él.


Se apartó y cogió el perfume que tenía más cerca. Su tono se hizo más brusco.


—¿Qué me recomiendas entonces?


—Para una mujer así, alguna fragancia que recuerde las flores de verano.


Madreselva. La respuesta era tan evidente que no sabía cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes. Obviamente se ponía perfume de madreselva. Incluso en el interior de la tienda podía olería. Cuando pensaba en la fragancia que tenía, en el olor que había llenado todos sus sentidos al abrazarla, su cuerpo se estremecía.


Se apartó un poco más y dijo:
—Gracias, Paula. Has sido muy amable.


—Me alegra haber podido ayudarte.


Entonces se alejó, pero miró por encima del hombro. Estaba junto al mostrador, con el perfume en la mano. Un perfume para otra mujer que describía de forma muy poética.


Notó una punzada en el corazón mientras se dirigía hacia la zona donde estaban los calcetines y las corbatas. Se preguntó qué habría dicho su madre de estar viva. 


Probablemente la habría amonestado por enamorarse de un hombre que quería a otra mujer y le habría recomendado que demostrase cierto orgullo.


Pero su madre no había conocido nunca a un hombre como él. De modo que se tragó su orgullo y siguió espiándolo mientras miraba las corbatas. Necesitaba verlo.


—¿Puedo ayudarla, señorita?


Paula se asustó, corbata en mano, y miró al dependiente.


—¿Le gustan las corbatas? Son un magnífico regalo de Navidad.


—Bueno, sí, me llevaré ésta.


Siguió al dependiente a la caja repitiéndose que aquello no era posible. No podía haberse enamorado de él en tan poco tiempo. Pensó que tal vez no fuese amor, sino simple deseo.


En cuanto tuvo la corbata la metió en su bolsa y miró de nuevo hacia el departamento de cosméticos, pero Pedro Alfonso se había marchado. Tal vez no le regalara la corbata. Tal vez lo estrangulara con ella. Pero en cualquier caso, cabían ambas posibilidades.




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