martes, 25 de diciembre de 2018
CAPITULO FINAL
El sonido los pasos en las escaleras despertó a Pedro. Se levantó de la cama y buscó a su esposa. Cuando acarició su cabello dorado, susurró:
—Diez años no han mermado el amor que siento por ti, señora Alfonso.
—Espero que no —dijo ella, bostezando y acercándose a él—. Pero demuéstralo.
Paula sonrió y él hizo lo que le había pedido.
Cuando terminó de demostrarle su amor el sol ya estaba alto en el horizonte, iluminando la vieja casa destartalada. Seis años atrás habían construido una habitación en el piso superior. Y ahora escuchaban los gritos que daban sus hijos al descubrir los regalos de navidad.
—Mira lo que Papá Noel me ha traído —dijo la voz de su hijo de cuatro años, David.
—Oh, fíjate en esto —dijo Ana, la niña de seis años, al descubrir su muñeca.
—Bah, eso son cosas de niños pequeños. Mi bicicleta sí que es bonita.
Su hijo Ramon hablaba desde la superioridad que le daban sus nueve años.
Pedro y Paula entrelazaron sus manos tumbados en la cama, sonriendo.
—¿Echas de menos alguna vez lo que tenías en Seattle, Pedro? ¿Los casos, tu bonita oficina, tus buenos ingresos? Supongo que la práctica de la abogacía en Túpelo debe haberte resultado aburrida.
Él se incorporó apoyándose en los codos y sonrió.
—Deja que lo considere.
—Oh, eres un…
Paula le dio un buen golpe con la almohada antes de levantarse.
—¿Qué hora es? —preguntó Pedro.
—Las cinco y cuarto. Ya sabes lo pronto que se levantan los niños en Navidad. Tienen miedo de perderse algo.
Paula se fue hacia la ducha, sonriendo.
Pedro la siguió. Después de quitarse la bata le robó el jabón y comenzó a limpiarle la espalda.
—Sé de alguien más que tiene miedo de perderse algo.
—¿Quién?
—Mi esposa.
—Bueno, quién sabe qué milagros traerá la Navidad.
Cuando por fin subieron al piso de arriba la casa quedó en silencio. Pensaron que los niños habían vuelto a la cama y siguieron andando de puntillas. Al llegar a su dormitorio, el tío Ramon dio un golpe en el suelo con el bastón y exclamó:
—Daos prisa u os perderéis mi cuento.
Los tres niños estaban sentados sobre sus rodillas, esperando a que contara la leyenda de los conejos, como todos los años.
Paula y Pedro se sentaron en el sofá con las manos entrelazadas mientras relataba su historia.
—Hace muchos, muchos años, cuando la nieve caía sobre la tierra, oí cantar a los conejos.
—¿Y por qué cantaban, tío Ramon? —preguntó Ana.
—Bueno, en primer lugar cantaban porque era Navidad y porque estaban contentos. Celebraban el nacimiento de Jesús.
—¿Y por qué más, tío Ramon? —inquirió el joven Ramon.
—Bueno, ahora viene la mejor parte de todo. Cantaban para celebrar el matrimonio de vuestros padres, pero sobre todo estaban contentos porque sabían que ibais a nacer.
—¿Cantarán otra vez, tío? —preguntó Ana, apretándose contra su pecho.
—No lo sé, Anita —contestó, mirando a sus padres con ojos llorosos—. ¿Lo harán?
—Escucha —dijo Paula, llevándose un dedo a los labios—. ¿Habéis oído eso?
—Sí, sí —contestaron los niños.
—Diablos, he oído a los conejos —añadió el tío Ramon.
Desde la distancia llegaba una especie de música. Paula no supo si se trataba de los conejos o de simples niños cantando villancicos, pero sonrió.
—El próximo verano, cuando la hierba esté verde y todo esté lleno de flores, habrá otro niño en la casa.
—¿Tendré una hermanita? —preguntó Ana.
—No lo sé, cariño —contestó su madre.
Pedro la cogió de la mano y dijo:
—Será otro milagro.
CAPITULO 23
Pedro y Paula se casaron el día de Navidad en el granero de la propiedad de Ramon. La ceremonia fue tan breve como hermosa.
Después, Pedro la ayudó a colocar la estrella en lo alto del árbol de Navidad. Una exquisita estrella de cristal que parecía captar la luz y lanzarla por toda la habitación.
—Es una nueva estrella para que nos guíe en nuestra vida, Paula.
—Lo que quiero saber —dijo Ramon— es cuándo vais a empezar a tener niños.
—Estamos en ello, tío Ramon.
Pedro le guiñó un ojo antes de llevar a su esposa a su particular luna de miel, en el extremo más alejado de la casa.
Ramon se sentó en su mecedora y empezó a mecerse. Del exterior procedía un extraño sonido. Entonces se levantó y miró por la ventana. Había empezado a nevar, y un pequeño grupo de conejos se había reunido en el jardín delantero. Ramon abrió la ventana para escuchar. Estaban sentados sobre sus cuartos traseros, cantando.
Ramon Blake sonrió.
—Basta. Sé de sobra cuándo estáis cantando villancicos.
CAPITULO 22
Paula estaba detrás del escenario, siguiendo con la vista el libreto y observando a sus alumnos mientras desarrollaban la obra. Habían corrido las cortinas del auditorio del colegio, de tal forma que las luces del escenario arrojaban un aire de misterio.
Una cama de heno esperaba al niño que iba a hacer de Jesús, e incluso había un pequeño establo con animales junto a María y a José. En aquel momento las palomas, personificadas por chicos vestidos de gris, estaban charlando con las vacas. Como había dos niños dentro del disfraz de cada vaca, no siempre caminaban en la misma dirección.
—¿Has visto esa estrella brillante en el cielo? —preguntó la pequeña Clara, que hacía de paloma.
—Sí —contestó Wanda, desde la parte delantera de la vaca.
—Me pregunto qué significará —comentó Bruce, desde sus cuartos traseros.
En aquel momento se escuchó un murmullo entre la concurrencia, lo que significaba que María y José ya avanzaban hacia sus puestos.
Paula estaba encantada. Los niños estaban haciendo un buen trabajo. Había merecido la pena.
Todo el mundo permaneció en silencio.
—Significa que es un…
La voz de Clara se elevó, pero de repente no supo que decir.
—Gran evento —le apuntó.
—Significa que es un gran evento —dijo Clara.
—Mira —habló la parte trasera de la vaca—. Es Henry.
—Es Henry —repitió Clara.
Todos los niños empezaron a aplaudir.
—¡Un burro de verdad! ¡Un burro de verdad!
Paula dejó el libreto con manos temblorosas y apartó el telón. Dirigiéndose hacia el lugar donde se encontraban María y José estaba Henry, con sus campanillas y algo parecido a una sonrisa. El tío Ramon estaba en la primera fila, observando la obra.
—Es un gran acontecimiento —exclamó Clara.
Henry rebuznó.
Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.
—Eso significa que te amo.
La voz de Pedro sonó a su espalda. Paula se dio la vuelta y preguntó:
—¿Cómo has llegado aquí?
—Por un milagro. Te amo, Paula, y no se me ha ocurrido mejor forma de decírtelo que trayéndote un regalo.
—¿Has traído al burro para decirme que me amas?
—Bueno, quería traerlo yo mismo, pero el niño que hace de José me ha dicho que soy demasiado grande para montarlo. ¿Te parece que soy demasiado grande? —preguntó sonriendo.
—Me parece que tienes el tamaño adecuado.
Sus ojos brillaron y levantó la cara para besarlo.
Estuvieron besándose un buen rato, sin prestar atención a cuanto sucedía en el escenario.
Mientras tanto, los tres chicos que estaban escondidos en las partes traseras de las vacas se habían acercado para ver a Henry. Pedro había dejado sola a María, y un buen grupo de niños había asaltado el escenario para contemplar al animal. Henry contribuyó a la confusión general rebuznando con fuerza.
Pedro levantó la cabeza y dijo:
—Vamos a perdernos el acontecimiento.
—Tú eres el mayor acontecimiento, Pedro. No puedo creer que me ames. Es un milagro.
—Bueno, algo parecido.
Entonces la cogió en brazos, la llevó al escenario y se arrodilló ante ella. Acto seguido, y ante la atónita audiencia de quinientos niños, Pedro la cogió de la mano y preguntó:
—¿Quieres casarte conmigo, Paula?
—Sí, Pedro. Claro que sí.
Ella se arrodilló y lo abrazó.
Clara se hizo cargo entonces de la obra. Se dirigió al centro del escenario, miró a la concurrencia y exclamó:
—Y María tomó todas aquellas cosas y las tuvo siempre en su corazón. Que Dios acompañe a la feliz pareja; y a todos vosotros, buenas noches.
—Los niños merecen una medalla —dijo Pedro.
—Se la daré en cuanto haya terminado contigo.
Paula se apretó contra él, y el tío Ramon, que conocía perfectamente el lugar, se encargó de bajar el telón.
CAPITULO 21
Los dos días siguientes fueron los más largos de la vida de Pedro. Paula no pasó por la casa de su tío, y ni siquiera llamó. Era como si se hubiera desvanecido de la faz de la tierra.
Al final del segundo día se levantó de la silla y caminó hacia el umbral. Su tío Ramon estaba en su mecedora.
—Pedro, pareces un gato encerrado.
—Voy a traer más leña para el fuego.
—Lo que en realidad vas a hacer es salir y mirar a la luna como un coyote en celo. No creas que no te he visto.
—Has estado espiándome.
—Ayuda a matar el tiempo ahora que Paula no viene.
—Tío Ramon, prefiero dar por terminada esa conversación.
—Yo no. Ahora bien, si yo quisiera disculparme ante una dama por haberme comportado como un estúpido, cogería mañana a Henry y lo llevaría al colegio a eso de las dos para que asista a su fiesta de Navidad. Luego le diría unas cuantas palabras cariñosas y hasta me la llevaría a un motel para hacerle un par de niños antes de hacerme viejo —observó, riéndose—. Hazme caso, Pedro.
Pedro sonrió.
—¿Significa eso que estás tramando otro truco como el de las cebollas si no acepto tu consejo?
—Puede que sea incluso peor. Henry y yo somos especialistas en trucos sucios.
En aquel momento llegó un rebuzno desde el granero, como si el animal lo hubiera escuchado. Pedro rió y abrió la puerta principal.
—Esto es extorsión, pura y simplemente.
—Pueden ocurrir cosas peores, sobrino. Podrías perderla.
En cuanto salió al exterior y miró hacia las estrellas, Pedro pensó en lo que le había dicho su tío. Si dejaba que el amor se le escapara, no sabía qué iba a hacer el resto de su vida.
Llevaría una existencia ordenada, ocupada y productiva durante el día, pero por las noches sería terrible.
Permaneció un buen rato en el exterior, contemplando su futuro. Aquella noche de diciembre hacía mucho frío.
CAPITULO 20
Cuando Pedro entró en la clase, Paula estaba con un montón de niños de siete años. En cuanto abrió la puerta la miró en silencio.
Siempre había sido de la opinión de que la mejor manera de imponerse a los oponentes era cogerlos por sorpresa. Paula no era su enemigo, aunque no supiera exactamente qué relación mantenían. Pero el hecho de observarla mientras sonreía a sus alumnos le hizo sentirse como un niño con zapatos nuevos.
Cuando Paula levantó la mirada y lo vio su sonrisa se transformó en algo aún más radiante.
—¡Pedro! —exclamó, mientras veinte curiosos alumnos los miraban—. Chicos, quiero presentaros al señor Pedro Alfonso, el sobrino de Ramon Blake.
—¿Eres el hombre del burro? —preguntó un chico.
—No, ése es mi tío —contestó, entrando.
—La señorita Chaves dice que se llama Henry —explicó una niña con cara de ángel, acariciándose el pelo—. La señorita Chaves dice que este año el burro no va a…
—A actuar, Clara —intervino Paula.
—¿Por qué, señor Alfonso?
—Bueno…
Pedro no sabía qué decir. Una cosa era negárselo a Paula y otra bien distinta a tan amplio auditorio de niños.
Pero Paula salió en su ayuda.
—Niños, ya os he explicado que el señor Blake no se encuentra bien. No queremos causarle más preocupaciones pidiéndole que nos deje a Henry.
Aquello pareció bastar para calmarlos. Pedro se apartó del camino para dejar que los niños se marcharan corriendo. Cuando el último de los alumnos había desaparecido, Paula cerró la puerta.
—He venido para decirte que he cambiado de opinión, Paula —dijo, nervioso.
La escena que habían vivido sobre el heno estaba muy fresca en su memoria, y no quería repetir la experiencia. Cabía la posibilidad de que no consiguiera escaparse de nuevo.
—Me refiero a Henry —aclaró.
—¿Henry?
—Me equivoqué al decirte que no podías llevártelo.
—No, yo no debí insistir. Al fin y al cabo el tío Ramon no está bien…
Mientras hablaba, avanzó hacia él como si flotara.
—Su médico dice que se encuentra perfectamente —comentó, dando un paso hacia ella.
—¡Eso es maravilloso!
Paula levantó una mano y Pedro casi sintió que lo acariciaba en la mejilla. Necesitaba que lo tocara, lo deseaba ardientemente. Pero bajó la mano y se recriminó en silencio su actitud, por haber sido tan estúpido. Había llegado el momento de marcharse de aquella habitación, antes de que la tentación fuera mayor.
—Bueno… Si cambias de opinión sobre Henry, házmelo saber.
—He decidido dejar de ser tan cabezota. La Navidad no es época de exigencias, sino de regalos —dijo, frotándose las manos—. No cambiaré de opinión, Pedro, en lo relativo a nada.
Acababa de arrojar la pelota sobre su tejado.
Dos días atrás, Pedro dudaba de ella. Pero ahora sabía que era sincera. Paula siempre había intentado acercarse a él a pesar de todo. Le había declarado su amor sin tener esperanza de que fuera recíproco, pero dejaba que él hiciera el siguiente movimiento.
En cuestiones de amor, Pedro no era el hombre seguro de los tribunales. No supo qué hacer, excepto retirarse.
—Feliz Navidad, Paula.
—Feliz Navidad, Pedro.
Paula lo observó mientras se marchaba. Había muchas formas de romper un corazón, y en los dos últimos días las había sentido todas.
Caminó hacia la ventana y se apretó contra el cristal. Pedro estaba entrando en su Lincoln.
Durante unos segundos volvió la cabeza y miró hacia el edificio, pero no la saludó. En lugar de hacerlo, subió al vehículo y se marchó.
Respiró empañando el cristal con el vaho y dibujó un corazón.
—Feliz Navidad, mi amor.
Entonces, cerró los ojos y rezó para que se produjera un milagro.
CAPITULO 19
El lunes, Pedro visitó al médico de su tío.
—No hay razón alguna para alarmarse por el estado de su pariente —explicó el doctor Wayne Wright—. Mientras no cometa excesos, su esperanza de vida es muy buena. Aunque hay que tomar en consideración su edad. Puede ocurrirle cualquier cosa.
Pedro le dio las gracias y se marchó. Se sentía mejor después de haber escuchado la opinión de un profesional, pero no podía quitarse de la cabeza la tétrica leyenda de los conejos. Sabía que tenía algo de cierto, y aunque ya no era un niño tampoco olvidaba el pasado.
Cuando salió de la consulta pensó que podía seguir haciendo las compras de Navidad, pero la ruta hacia las tiendas pasaba necesariamente por el colegio donde trabajaba Paula. Cuando pasó junto la escuela paró el motor y miró hacia el edificio, deseando verla. Era ridículo. Aquél era su trabajo, y evidentemente, estaría dando clase.
Antes de torcer en la siguiente calle miró de nuevo hacia el colegio, por el retrovisor. Estaba tal y como lo recordaba. Un edificio antiguo, de unos cincuenta años. Un hermoso lugar donde se había enseñado a varias generaciones de niños de Túpelo. Hasta entonces no había sido consciente de que en Seattle había algo que echaba constantemente de menos: un pasado.
Encendió la radio y comenzó a canturrear la canción de Elvis Presley que estaba sonando, Blue Chritsmas. Entonces recordó otra tradición. El personaje más famoso de Túpelo siempre cantaba un villancico en Navidad.
Dio la vuelta en redondo y sonrió. No iba a ir de compras. Iría a ver a Paula. No sabía exactamente qué iba a decirle cuando llegara, pero ya pensaría en algo. Al fin y al cabo estaban en Navidad. Un hombre podía dejarse caer y felicitarle las fiestas a la amiga de su tío sin que nadie pensara nada extraño.
CAPITULO 18
A la mañana siguiente, Ramon no necesitó pensar mucho tiempo para saber lo que había sucedido. La expresión de Pedro lo decía todo.
—La rechazaste, ¿verdad? —preguntó, mirándolo por encima de la taza.
Pedro no estaba de humor para hablar.
—¿Te has pasado toda la noche espiando? ¿O estabas pensando en otro plan para unirnos?
—Bueno, bueno, el truco de las cebollas tuvo éxito, ¿no te parece?
Pedro intentó controlar su mal humor. No había podido dormir en toda la noche, pero no había razón para enfrentarse de aquel modo a su viejo y enfermo tío.
—No quiero que te lleves una decepción, pero tampoco deseo darte falsas esperanzas. Paula es una mujer encantadora, y estoy seguro de que conseguirá un hombre que la merezca. Pero yo no soy ese hombre —espetó, levantándose para retirar los platos de la mesa—. Creo que será mejor que nos concentremos en arreglar todos tus asuntos antes de Navidad.
—Lástima, no me habría importado asistir a una boda.
—Pues tendrás que buscar otra cosa en la que pensar.
—Puede que sí. Sin embargo, no estoy dispuesto a rendirme.
Ramon pasó el resto del día haciendo todo lo posible para irritar a Pedro, fumando donde pudiera descubrirlo, negándose a jugar al ajedrez o a las damas y haciendo ruido en la cocina cuando Pedro se fue a la cama para que tuviera que levantarse y lo descubriera bebiendo whisky.
—Tío Ramon, ¿qué puedo hacer contigo? —preguntó su sobrino, quitándole la botella.
—Hacerme feliz. Llama a Paula e invítala al menos a cenar.
—Tío Ramon…
—Nunca sabrás lo que es el amor si no le das una oportunidad.
Pedro no mencionó que él tampoco se la había dado. Lo cogió del brazo y lo sacó de la cocina.
—Vamos a la cama, tío. Debes estar cansado después de todo lo que has hecho hoy.
—Bueno, es cierto que estoy cansado, ahora que lo dices —comentó, dejando que lo llevara a su dormitorio—. Si oyes cantar a esos malditos conejos, diles que se marchen. Aún no tengo intención de morirme.
Pedro sonrió.
—Lo haré. Buenas noches, tío Ramon.
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